La memoria traicionera de mi abuela Manuela


Este fin de semana he releído un libro de Ion Arretxe, (“Parole Parole”), un precioso relato del que te he hablado alguna vez y que narra los recuerdos de su infancia en su pueblo, mi pueblo. Curiosa la memoria. Curioso lo que consigue y lo que destruye. Impresionante el poder de unos recuerdos para construir un castillo de felicidad o para destrozarte el corazón. Puedo confirmar que la memoria, esa que no está escrita en ningún archivo histórico, la que no es colectiva, esa que únicamente tiene nuestra cabeza como escenario, la nuestra, la tuya, la de cada uno, es tan traicionera como me decía mi abuela Manuela. Te ataca por todos los flancos, en cualquier momento, con todo su armamento nuclear. Y es arbitraria, un mismo recuerdo puede ser el mejor o el más perverso dependiendo de vete a saber qué variables.

La memoria a veces llega en forma de ternura, una ternura blanco oscuro que consigue agrandar las cosas y los momentos, los convierte en mágicos, en eternos, como las palabras. Se posan sobre ti como si fueran grandes verdades de la humanidad. Como si nada pudiera ser de otra manera. Como si nada hubiera podido ser distinto. Es una memoria salvadora. Te hace bien. Puede hacer incluso que te reconcilies con el mundo, aunque no fuera la mejor versión del mundo que quisieras. Esta memoria, si consigues atraparla, puede darte placeres casi sexuales. Y está llena de esperanza, de melancolía, pero de la que no duele. No es egoísta ni tiene puntas que hagan sangre. Solo te hace disfrutar, regodearte con imágenes, olores y sabores que fueron y que podrían volver a ser, a veces incluso con los que nunca fueron. Esta memoria tiene el poder de cambiar el final de las historias, las que pasaron y las que no. De justificar escenarios con los que has soñado siempre. Tiene el poder de hacer recordar amor de la forma más desinteresada. Le encanta jugar a cambiar destinos. Le apasiona recordarte al oído que la vida es bonita. Que tu historia es bonita. Que todo es posible. Que el mundo está lleno de colores y olores desconocidos que están aguardándote. Esta memoria, tan proustiana, consigue engatusarte y te hace feliz porque hace creer que lo mejor aún no ha pasado, porque habrá segundas temporadas, porque no confiesa ni una pena, como diría Pablo.

Otras veces la memoria llega en forma de recuerdos retorcidos, esa memoria es muy fea. No la entiendes, porque además llega sin avisar, escondida disfrazada de aroma, o de canción o simplemente entreteniéndote con un cielo de otoño de una tarde normal. Pero nada es normal, los recuerdos entran aquí sabiendo que harán daño. Que lo que creías bueno no lo era en realidad. La ingenuidad te insulta, te dice que bajes al suelo, y claro que bajas, pero con hostia incluida. Y entonces esta memoria te fija un solo destino, un solo esquema, el peor, la peor escena de la obra, el final de la película que no quieres. Lo que fue bueno ahora se convierte en dañino. Eso mismo que fue bueno ahora se ríe de ti a la cara, con carcajadas perversas que retumban en la cabeza hasta ponerte justo en el lugar que quiere, donde duele, donde escupe realidades que no quieres ver, pero ahí las tienes, pegadas a tu nariz, a tus oídos, a tu cerebro, sin posibilidad de escapatoria. Te resistes, porque has conocido otra memoria blanca, la primera, y crees que solo tienes un mal día. Pero no. Lo peor de esta memoria es que a veces se queda tan impregnada que se instala en tu cerebro como un virus, vuelve cuando menos te lo esperas, vuelve cuando te pilla débil, sin fuerzas. Justo en el momento perfecto para que no puedas pelear. Te la comes, o peor, es ella la que te traga y consigue ganarte.


Mariposas. SILVIO RODRÍGUEZ

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